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“El Restaurante fantasma” por Antonio Terán y Pando

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16/09/2011 a las 15:46
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“El Restaurante fantasma” por Antonio Terán y Pando

“El Restaurante fantasma” por Antonio Terán y Pando

Era una tarde angosta, de color ala de mosca y sonidos con sordina. La calle donde se encontraba el restaurante donde me habían citado para almorzar tenía un empedrado como de piel de serpiente. Era una calle ofidio. Parecía brillante pero no lo era. Parecía resbaladiza pero no lo era. Parecía comercial pero…no. No lo era.

Era una calle desagradable. Y eso, la verdad sea dicha, no me abría el apetito.

Empujé con firmeza la puerta giratoria del establecimiento cuya inercia centrífuga me lanzó a un cortinaje de terciopelo medio descorrido. Desde éste umbral se podía ver la “salle a manger” repleta de gente diversa. Camareros provectos discurrían a gran velocidad y no menos equilibrio entre las mesas; todas redondas y todas de cuatro comensales. Manteles blancos. Vasos y copas sin nobleza alguna. Jarra de agua en forma de “decanter” con tapón de baquelita marrón. La luz la proporcionaba un universo de globos lácteos que lejos de sugerir un restaurante, daban un aspecto higiénico-sanitario al local. Algo así como de dispensario de emergencia, de Casa de Socorro.

Con un gesto de la  mano fui alertado desde una mesa que era allí donde se me esperaba. Mi anfitrión era un hombre delgado, de pelo ralo y elegantísimo terno de ojito de perdiz. Puños franceses y corbata de seda  con un diseño de cachemir que-ya entonces estaba seguro-yo había visto antes.

La cara de mi interlocutor era difusa. Y aunque me esforzaba en fijar sus rasgos, como en un relámpago, se difuminaba inmediatamente.

Muy violento por éste extraño fenómeno, desvié la mirada de mi compañero de mesa para observar el entorno. Las mesas adyacentes estaban ocupadas por dos hombres y dos mujeres. Y siempre dos hombres y dos mujeres. Ellos vestían agradables trajes de diversas texturas y tonalidades, que lucían con corbatas del diseño cachemir exactamente igual a la de mi anfitrión. Esta circunstancia me produjo un enorme desasosiego y estuve a punto de levantarme sin despedirme y salir de aquel bizarro local.

Mas, por mor de la etiqueta, permanecí allí, algo estupefacto. Mi compañero, daba instrucciones a un camarero (Chaqueta y camisa blanca, corbata de pajarita negra, mandil anudado a la espalda…largo, muy largo, tanto que no le veían los pies, dando la sensación al andar de que se deslizaba en levitación).

-Al señor Tavernier le trae lo de costumbre: un Meyerbeer “a point”. Para mi las popietas de lenguado. ¿Podrían acompañarlas con la salsa de tomate pero sin cominos?

Satisfecho por haber decidido por los dos, siguió hablando animadamente de asuntos a los cuales yo no prestaba atención alguna, cosa que a él parecía importarle un bledo.

Reconozco que estaba aturdido.

Había comprobado que las damas que ocupaban las otras mesas tenían la misma, idéntica fisonomía. Todas llevaban pulseras con monedas colgantes, todas tenían vitíligo en las manos y todas vestían un camisero rayado de escote cuadrado y mangas de farol.

Aterrado, interrumpí a mi anfitrión enérgicamente y le inquirí acerca de lo que estaba pasando allí.

Él pareció sobresaltarse por mi abrupta intervención, pero recobrando el temperamento, entre dicharachero y resbaladizo, contestó:

-¿Qué que está pasando aquí? ¡Por favor, René! (efectivamente ,así me llamo)…

Hizo una pausa incomodísima mientras movía los hombros como un árbol de levas, en señal-supongo- de perplejidad.  

-¿No recuerdas la última vez que estuviste aquí? Me extraña…y eso que hemos    reconstruido todo el entorno casi a la perfección. Quizás los rostros-continuó- sean lo menos conseguido. Pero claro…ésta reacción tan cínica, no nos sorprende. No debería sorprendernos. De facto, tu abominable manera de olvidar, especialmente tus pecados más  intolerables, nos ha obligado a representar ésta tragedia.

Yo sudaba profusamente y me pareció que el alboroto del local aumentaba, oyéndose risotadas y cacareos, hasta resultar ensordecedor.

-Aquí mismo, René, en un descuido de tu madre envenenaste con estricnina el Meyerbeer de tu padre. ¡Ah, canalla! Y lo hiciste en un restaurante para que pareciera

una horrenda equivocación del cocinero. Recordarás que fue encarcelado por negligencia, llevando a la ruina a su esposa e hija que ahora son prostitutas en la calle Abuin. El local cayó en desgracia y su propietario-hombre cabal-se suicidó después de arruinarse en pocos meses. Tu madre, que amaba con delirio a tu padre, enloqueció y allá, en la costa, vive internada en un oratario, alucinada y seca, ya sin lágrimas que drenar. ¡Maldito reptil! Y todo por querer heredar antes de tiempo y sin merecimiento alguno.

-Hoy-concluyó el verdugo-envenenarás tu propio filete y lo devorarás, no lo podrás evitar. Pero…

¡Ese no es el castigo, despreciable monstruo, el postre será apoteósico!

Hoy, postrado en la yacija de un asilo abyecto, deformado, impedido y casi ciego, a causa de las terribles secuelas de mi emponzoñamiento aún recuerdo desesperado el fatídico dibujo de cachemir de aquellas corbatas.

Éste fue…éste ES mi postre.

 

Meyerbeer: Forma de preparar unos huevos al plato, dedicada al compositor alemán

                   que le da el nombre (1791-1864) de repertorio operístico de éxito. El acom-

                   pañamiento de riñones de cordero y salsa Pèrigueux, es el nexo de unión

                   entre estos huevos y el Turnedós Meyerbeer. El restaurante Edelweiss de

                   Madrid, lo tenía en su carta.

 

Popieta:    En principio, una loncha de carne cubierta de farsa, enrollada, lardada y

                  cocinada en proêlée. También de pescados y verdura, han de cocinarse

                  siempre en fumet.

 

Antonio Terán y Pando, escritor, articulista y propietario de la librería-galería de arte "El Gato Lector" (El Molar, Madrid)

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